Al sentir una presencia detrás suyo, el dedo índice se despegó de la pantalla y se giró de golpe, asustado. Le pareció, por un instante, que seguía enganchado a un humano, algo que por suerte solo era posible en la literatura. Pero al ver que allí no había nadie, retomó su posición inicial y se dispuso a pasar página, a falta de otros indicios que lo distrajeran. Así, retomando su estado de calma, ajeno a todo lo que sucedía en torno a él –posiblemente nada–, enderezó el nudillo y reanudó su lectura. Literatura no. A él lo que le gustaba era la historia: la de la falange, que era la suya propia.

P.D. Desde que escribí este texto, hará ya un par o tres de años, parece ser que el dedo índice es cada vez menos activo y que pierde utilidad en favor de su hermano más gordo. Los jóvenes mueven hoy en día el pulgar con tal agilidad que parece que el homo sapiens ha llegado ya al techo de su evolución. Pronto todo lo prensil quedará obsoleto y ya no hará falta agarrar nada más que resfriados, que será una de las pocas formas activas de comunicación.