Ayer soñé que estaba en una farmacia de Lisboa. Mientras la farmacéutica desaparecía en la trastienda para ir a buscar mis medicinas, me senté a esperar en unos sofás bajitos de plástico azul que había dispuestos en un rincón. En la esquina, elevada por un cuña, había un televisor que sintonizaba con una cadena española. Echaban una película de aventuras marinas. Dos o tres hombres y una mujer ―uno de los hombres debía de parecerse a Kirk Douglas―, parecían perdidos en alta mar, posiblemente tras el naufragio de un crucero de lujo. En cierto punto, mientras yo me iba quedando dormido, los náufragos se sumergieron con la intención de bucear hasta el fondo marino, donde hallaron los restos de un barco. En su interior descubrieron un coche antiguo que luego intentaron poner en marcha para escapar de allí. De repente, interrumpiendo mi sueño, sentí que me estaba ahogando. Al despertar, frente a mí había un viejo que apretaba sus manos contra mi cuello, intentando estrangularme. Cuando me vio abrir los ojos, ya desorbitados, cesó en su intento y nos pusimos a conversar. Sabía castellano, porque había vivido toda su vida en un pueblo fronterizo, Castelo Velho o un nombre por el estilo, donde ya no quedaban más que algunos edificios en pie, unos pocos ancianos y muchos perros abandonados. Cuando la farmacéutica regresó con mis medicinas, me fui de allí; me fui sin haberle preguntado al viejo por qué intentó matarme.