Los cuatro amigos en Kandai

Los cuatro amigos en Kandai

Érase una vez, en un lugar lejano, muy lejano, en el país más seguro y desarrollado del mundo, cuatro amigos que se conocieron en la universidad. Los cuatro amigos eran estudiantes de lo mismo: tres chicos y una chica, por quien podría pensarse que habría rivalidad, pero en realidad no existía en ellos ningún atisbo de líbido que pudiera echar a perder su amistad. Eran todos igual de amigos y no desaprovechaban ninguna ocasión para pasar el tiempo juntos. Los cuatro amigos tenían que asistir los sábados a clase, algo que para cualquiera significaría un suplicio, pero que para ellos suponía una bendición del cielo, puesto que así podían verse un día más. Juntos, eso sí, para conectarse a internet o jugar a la última aplicación de turno; así que verse, o mirarse, se veían poco.

Los cuatro amigos estudiaban en la universidad de Kansai, que era una universidad como cualquier otra del país, donde los estudiantes pasaban cuatro años de vacaciones para aprovechar sus únicos años de libertad antes de pasar a formar parte de la cadena de montaje. Esa era parte de su supervivencia, puesto que ni en el colegio ni en el instituto, lugares uniformados, no habían tenido tanta manga ancha (y no, no es que vistieran quimono). Esos años de amistad serían, además, los últimos, puesto que cuando entraran a trabajar, tendrían probablemente que resignarse a la separación, repartiéndose por las cuatro esquinas del país para no volverse a ver nunca más, como sucedía en la mayoría de los casos.

El gobierno de aquel país de las maravillas era excepcional. Había conseguido que sus ciudadanos recobrasen la confianza en la energía nuclear a pesar de haber sufrido un accidente reciente (o quizás es que nunca lo consultaron). También estaban aprovechando su mayoría absoluta para cambiar la constitución y militarizar a sus fuerzas de Autodefensa (puro eufemismo) frente al temor de agresiones potenciales de países vecinos con los que estaba históricamente enfrentado. Pero por si cupiera alguna duda de sus buenas intenciones, el líder del país dejó claro en el parlamento que no lo hacían para tener capacidad de ataque, sino de defensa. Algunas voces estridentes lo criticaron, ignorando que el líder, como la mayoría en el partido gobernante, estaban convencidos de la lógica de sus palabras: «si tu vecino se arma, tú te armas más…» Solo se les escapaba la tercera parte del silogismo: «provocando así que tu vecino se arme aun más…» Tercera pata (metedura de pata, que diría alguno) para activar un círculo vicioso en el que todo apuntaba hacia un conflicto en potencia entre potencias. Pero los pobres no eran filósofos, sino políticos, algo que no les quitaba que fueran realmente sinceros, puesto que el político, si por algo se caracteriza, es porque se cree sus propias palabras y, en su solipsismo, piensa que su subjetividad es obviamente universal y aplicable para todos. Mejor habría sido que se hubiera hecho científico.

Pero la verdadera de las virtudes de aquel gobierno era que había conseguido sobrepasar el 90% de ocupación laboral entre los universitarios que finalizaban sus carreras (y eso a pesar de más de veinte años de recesión). Algo que también podría leerse como el logro de hacer que más del noventa por ciento de los estudiantes tuvieran que perder definitivamente a sus amigos para consagrar sus vidas a la empresa o al sagrado matrimonio. Algunas voces críticas, de nuevo unos pocos a los que nadie escuchaba ni nadie quería escuchar, se quejaban de que las condiciones laborales no eran excesivamente buenas. Pero esos eran los pocos: probablemente los que no querían trabajar, es decir, los apátridas, puesto que para levantar un país es necesario el compromiso. (Sí, por supuesto, comprar miso también contribuía a la salud de aquella nación lejana). De hecho, para que un Estado funcione no hay nada más efectivo que una combinación de orden, respeto (en gran medida indiferencia), sacrificio y sumisión a la norma (sea esta jurídica o psicológica), algo que las izquierdas y los humanistas nunca entenderán, porque imaginan que esos conceptos siempre van ligados a una violencia explícita. Y para que esa receta resulte eficaz, casi se nos olvida, hay que añadir el ingrediente más importante: que los amigos no te distraigan.

Pero de todo esto, como de su propia conducta inconsciente y de la violencia implícita de la sociedad, alimentada sutilmente por la cultura altamente eficiente del consumismo, los cuatro amigos no sabían nada. Y si sabían, no opinaban sobre ello. Y aunque tuvieran opinión, no malgastaban su saliva en expresarla. Los cuatro amigos salieron a las 12:30 de clase, una clase cualquiera que al año siguiente olvidarían, o quizás aquella misma semana, o aquella misma hora. Los cuatro amigos se fueron a comer juntos, como de costumbre, a una hamburguesería. Todo hay que decirlo: los cuatro amigos preferían el McDonald’s, porque era más barato, pero alrededor de la universidad no había más que Mos Burger, una cadena nacional con carne de calidad y buen pan que no daba dolor de barriga. Los cuatro amigos hicieron sus pedidos, pagaron cada uno lo suyo y se sentaron a la mesa. Los cuatro amigos sacaron entonces sus móviles para entretenerse. Llegó la comida y los cuatro amigos se pusieron a comer con una mano, sosteniendo sobre la otra su verdadera vida: la virtual. Terminaron de comer, pero ni siquiera las chicas guapas de la mesa de al lado les hicieron levantar la cabeza. Tampoco se dieron cuenta del profesor extranjero que los observaba desde el otro lado del local. Mantuvieron el silencio durante todo el tiempo hasta que, al cabo de una hora más o menos, uno de ellos pronunció tímidamente: «¿Vamos?» Su voz, una especie de balbuceo, fue prácticamente inaudible, como si nunca hubiera terminado de aprender a hablar, pero reverberó con la fuerza suficiente para que el profesor al otro lado del local entendiera el sentido. Los cuatro amigos se levantaron de golpe, al unísono, como si alguien hubiera tirado entre ellos un pedrusco y ellos fueran las olas. Los cuatro amigos abandonaron la hamburguesería.

Más tarde, el mismo profesor se los encontraría sentados en un banco de la estación. Esperaban la llegada del tren todos juntos, inseparables, cada uno con su móvil: todos con la mirada fija en el finito, flotando en su propia superficie. Como ya sucediera previamente en Mos Burger, no intercambiaron ni una sola palabra (ni una, ni dos, ni tres, ni cuatro). Llegó el tren. Subieron todos a la vez. Se cruzaron un instante las miradas para reubicarse en el espacio. Encontraron un hueco en el interior del vagón y siguieron sus trayectorias móviles en silencio durante el resto del viaje. De hecho, en el país más seguro y desarrollado del mundo, donde ni los terremotos, ni los tifones, ni los tsunamis, ni los accidentes nucleares parecían suficientes para remover el espíritu indoblegable de sus ciudadanos, cuatro estudiantes comunes no necesitaban conversar para comunicarse. Su simbiosis era tal, tan evolucionada, que habían conseguido prescindir de esa herramienta inútil que es el habla, tan dada, por otra parte, a la confusión… Y junto al habla habían suprimido la capacidad de opinión, ese otro gasto vano de energía. Los cuatro amigos no necesitaban todo eso para ser amigos. Los cuatro amigos… Siempre unidos, compartiendo sus sueños de… sus sueños de… no… No era necesario ningún sueño para los cuatro amigos, porque no es necesario que sueñen aquellos que nunca estuvieron despiertos.
 
Y colorín colorado, con un solo twitter la cantidad de tiempo que me hubiera ahorrado.

 
 

Nota del comentarista: En Japón es habitual encontrarse en restaurantes y cafés parejas que no conversan. Si lo hacen, de todas formas, tampoco suelen tener nada interesante que decirse, aunque eso podría aplicarse a la mayoría de los mortales, solo que algunos lo disimulamos con pura verborrea. Entre un par de amigos tampoco es raro encontrarse con ese panorama silencioso. Pero llegados al número de cuatro… Eso sí que es, tristemente, una novedad a la que seguro que pronto nos acostumbraremos. No quisiera yo, mero comentador de una fábula cuya moraleja ya estaba clara, parecer el típico rancio cascarrabias que se la pasa echando pestes de la tecnología. Ni mucho menos. El que esto escribe siente gran fascinación por los nuevos inventos y además considera que la tecnología como concepto, más allá de los cuatro cachivaches que usamos, forma parte de nuestro estado natural, envolviendo cada una de las facetas de nuestras vidas. Todo es, al fin y al cabo, tecnología, como diría mejor algún filósofo. Pero sí que me preocupa esa tendencia de los objetos tecnológicos a acentuar la estupidez del ser humano, una estupidez que siempre ha estado ahí, pero que nunca tanto como hoy se había hecho tan evidente y tan poco disimulada, atacando directamente al corazón de humanistas y misántropos, entre los que no me extrañaría que aumentara el porcentaje de suicidios. Y sin embargo, todavía esa manía de la gente de procrear, para continuar esa cadena de lo absurdo: puro egoísmo individual, pura presión social, pura satisfacción personal o simplemente ese miedo inconsciente a quedarnos solos cuando seamos viejos. Fantasía inevitable, de todos modos, así que intentemos al menos que nuestros hijos no involucionen tan deprisa. Llevemos el egoísmo al extremo y evitemos ver en qué se han convertido.