A día 14 de octubre de 2016, tras el fallo del premio Nobel de literatura, hago pública mi intención de presentar oficialmente este cuento a la candidatura de los Óscar en la categoría de mejor película extranjera.

 

Al extranjero, al sentarse en el vagón que le lleva de vuelta a casa, se le ha metido una mujer en el rabillo del ojo. Al principio piensa que es una legaña, una enorme, y se frota con los dedos obsesivamente. Como si intentara desprenderse de esa cera que suele acumularse en los ojos cuando se han consumido los sueños, que están hechos, sin duda, de algún material inflamable. Pero la legaña no es tal y la mujer persiste agarrada al extremo de una pestaña afilada como una espina, envuelta en una lágrima que pende de la punta. La mujer le hace llorar con su presencia lacrimógena y al extranjero se le termina irritando la pupila. Desvía la mirada hacia fuera, hacia el paisaje escurridizo, tratando de evitar la de aquellos que permanecen sentados frente a él, en especial la mirada de las mujeres, porque no quiere parecer maleducado, y menos aún que crean que es un descarado. Aunque lo que más le molesta es que puedan pensar que está llorando (si bien en realidad nadie lo mira). Pero ni siquiera la velocidad del paisaje le alivia, así que empieza a considerar si no sería mejor pedirle a la mujer de al lado que le soplara en el ojo con delicadeza. Por desgracia, la susodicha, con la cabeza apoyada sobre el hombro de un tercero, se ha quedado frita. El extranjero prueba entonces a cerrar los ojos, pero la mujer que habita el rabillo de su ojo derecho se ha asentado definitivamente en el reverso del párpado. Le provoca, esta vez, escozor.

De esa guisa llega a casa el extranjero y lo primero que hace es irse corriendo hacia el espejo, como si se tratara este de un gesto aprendido para seguir reconociéndose a diario después de cada jornada laboral en un país que le sigue siendo ajeno. Abre los ojos como platos, esperando así que la mujer se desprenda, que se convierta en pasto del desagüe y que por fin desaparezca. Pestañea con fuerza para empujarla al abismo. Sin embargo, ella sigue aferrada tercamente al rabillo, donde se ha acomodado, cambiando incluso de postura. El extranjero se acerca un poco más a la luna del espejo para observarla mejor, con más detalle. La mujer está ahora tumbada sobre un futón.

Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953)

Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953)

El extranjero abre el grifo, se agacha y se lava compulsivamente la cara. Al principio siente un poco de alivio, pero al reincorporarse constata que la cosa no ha cambiado. Allí está ella, a la derecha del espejo, tumbada cómodamente sobre el lecho. El extranjero cambia de estrategia: mira fijamente una bombilla y se deslumbra. La mujer en el rabillo resplandece. Pero no se va. Último intento: se gira bruscamente. Esta vez sí, la mujer se le ha salido, por fin, del rabillo, aunque tan solo se le ha desplazado hasta ocupar ahora el centro de la pupila, que sigue todavía algo aturdida. Y cuando finalmente su visión se adapta a la oscuridad de su pequeño cuarto de diez metros cuadrados, de espaldas al lavabo, nota que la mujer se le salta desde el párpado para colocarse sobre el futón, en la misma posición en la que estaba cuando le hacía de okupa en el rabillo del ojo. Entonces se da cuenta de que aquella mujer en realidad es otra, una distinta, pero al extranjero, a estas alturas, ya le da lo mismo.