Si a la parte le quitas una parte queda el arte, igual que del tiempo solo queda el timo

Constantino Romero

 

Partido, todo en mi vida estaba partido. El corazón partido, el Partido Popular y el Partido Socialista, la gente sacando partido de la crisis ahora o de la estabilidad cuando la había, tomando siempre partido de la idea equivocada, pues toda idea, al encarnarse, no pasaba de opinión: la idea siempre mal parida. Y un único interés: los partidos de fútbol. Ahora querían también partir el país, aunque estaba desde hacía tiempo fragmentado: incluso los adoradores acérrimos de la unidad no respondían más que a intereses partidistas y nosotros, en conjunto, como Ciudadanos participativos, nos aferrábamos ingenuamente al consuelo de que Podemos seguir partiendo el pastel para nosotros mismos.

Mi abuelo fue partisano; mi abuela partera. Mi abuelo invirtió parte de su fortuna para morir como revolucionario, mientras que hoy mi padre firma partes de defunción (si es que la muerte, el único fenómeno total, puede firmarse a cachos). Mi madre, un caso aparte, estuvo de parto siete veces, por eso mi partida de nacimiento se perdió: se descontaron. Tuve una educación espartana (los adultos siempre empeñados en caparte), así que ahora no me gusta llevar corbatas y calzo siempre sandalias de esparto. Mis gustos son muy particulares, aunque mi trabajo, cuando trabajaba, era aburrido: sintetizar partículas en un laboratorio compartido. Aparte de eso, tenía poco tiempo para más, puesto que parte de mi horario lo empleaba en trabajos a tiempo parcial. El que más me duró fue el de repartidor. Tuve también un accidente laboral, pero no me indemnizaron: no me avisaron de que debía haber rellenado el parte del seguro.

De pequeño formé parte de un club de tenis. Incluso participé en competiciones de ámbito nacional. Ahora me parto de risa pensando en la seriedad con la que me lo tomaba: sobre todo aquella vez que por haber dado un mal golpe me enojé y terminé partiendo la raqueta, cosa que me hizo perder el set. Más tarde, me partí un brazo haciendo una chilena en la primera parte de un partido de fútbol en el patio del colegio, que estaba en la parte de atrás, y también recuerdo que mi padre, de quien nunca me apartaba, me ganaba siempre las partidas de ajedrez. Quería matarlo. Bromas aparte, era feliz: aquellas fueron derrotas que ahora recuerdo parcialmente con nostalgia pero que en aquella época hacían que me sintiera completo. Porque en aquel entonces una derrota era total, sin posibilidad de resarcirse: yo sólo podía aceptarla, asumirla y seguir adelante con entereza. Hoy en día, en cambio, con todas esas promesas, con tantas participaciones preferentes, cegados por el engaño de un reparto equitativo y por la ilusión de poder compartir, toda aquella integridad que solía atribuirse a un sujeto, a una persona, se ha desintegrado. Y con ella, para colmo, también se ha perdido el respeto.

No, yo nunca me sentí integrado, aunque tampoco nunca me gustó nada integral, menos aún las matemáticas, ni siquiera las más discretas, que estaban llenas de particiones. Lo mío era más bien la música, un mundo aparte. Por desgracia, tampoco sabía leer partituras.

En fin, que siempre me sentí apartado, sobre todo en este país (y más aún en este estado), así que había llegado, inevitablemente, el momento de partir, si bien nunca fui partidario de las despedidas. Un momento que es muy sencillo de describir, porque no asistió ningún representante de parte de las autoridades. A mi partida asistieron solamente seis personas. A ellos, los únicos que realmente suman, quiero seguir haciéndoles creer que me fui lo más lejos posible, que me fui a Japón, para que así me sigan enviando partidas de queso y de jamón. Al resto, en el fondo, poco les importaría que no me hubiera ido nunca a ninguna parte.

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