Ahora que Messi se ha lesionado y el Barça va camino de una división de segunda, he decidido fortalecer mis pasos. Ayer, 27 de septiembre, día de elecciones, decidí subir a la montaña Daimonji y observar las cosas desde un punto más elevado: 472 metros, para ser exactos. Daimonji es el nombre con el que se conoce comúnmente a la montaña Nyoi-ga-take, en la zona de Higashiyama, al este de la ciudad de Kioto. El apodo, Daimonji, significa «letra grande» y se llama así porque tiene dibujado en su ladera un ideograma o sinograma gigante que significa grande: el típico hombre con los brazos abiertos (大). Dicho ideograma, que queda justo enfrente de mi balcón, forma parte de los cinco dibujos que se pueden divisar en las montañas que rodean la ciudad. ¿Con qué propósito? El 16 de agosto se celebra la fiesta conocida como Obon, que se correspondería con nuestro día de Todos los Santos. Por la noche, a partir de las 20:00, los cinco dibujos (seis si tenemos en cuenta que dos forman pareja) son iluminados con hogueras, pudiéndose ver todos a la vez desde los terrados más altos de Kioto. Una vez al año, cada 16 de agosto, las almas de los difuntos regresan a este mundo para reencontrarse con sus familiares. Al anochecer llega la hora de la despedida. Pero está oscuro, por lo que es necesario encender las hogueras y guiar a los espíritus de vuelta a la Tierra Pura (el paraíso budista). El primer símbolo en encenderse es el susodicho Daimonji. Le siguen los ideogramas (法) y Myō (妙), que juntos forman la palabra hōmyō, en sánscrito saddharma: el verdadero dharma, es decir, la verdadera ley natural o conducta moral, según se interprete. En japonés la palabra hōmyō también sirve simplemente para designar el Sutra del Loto, que se recita durante la iluminación de la hoguera. Después le sigue el barco, esta vez no en forma de letra, sino de objeto, el barco en sí. Se supone que la nave ayudará a los espíritus a remontar el río celeste que los devolverá al más allá. El siguiente en prender es el gemelo de Daimonji, otro ideograma de grande (大), pero situado esta vez en el oeste. El fuego va avanzando, pues, de este a oeste, como lo haría el sol y también como se leerían los ideogramas de hōmyō, de derecha a izquierda, a la manera antigua. Al final del recorrido pirómano se halla otro dibujo y no una letra: una puerta torii, como las que dan acceso a los santuarios sintoístas.

 
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Es fácil deducir de esta mezcla de budismo y sintoísmo el sincretismo de las creencias japonesas, que a veces pierden incluso la intensidad del símbolo tal y como los occidentales lo entendemos (tantas veces ligado al derramamiento de sangre, por la poca capacidad que siempre hemos demostrado para asimilar opiniones diferentes). Lo simbólico hoy en día, en Japón, no deja de ser en cierto modo más que una costumbre, sin connotaciones profundas que arrastren al conflicto; algo de lo que hasta hace una semana -en que el gobierno del primer ministro Abe modificó la constitución de corte pacifista- parecían escarmentados. Podríamos aquí introducir ahora el tema del culto a las banderas, pero para qué. Hay que reconocer que a veces la superficialidad es un don. Pero lo que yo ayer hice fue caminar, como iba diciendo, y no quedarme estancado en símbolo alguno. Elegí el camino más largo y más difícil; algo que no es habitual cuando nos dejan elegir, pues buscamos siempre la ruta más corta, aunque no se trate más que de un fuego fatuo. La ruta habitual para ascender al Daimonji parte desde Ginkakuji, también conocido como templo de plata, a pesar de ser su plata inexistente, lo que supone una fuente de decepción para el turista (siempre nos venden la plata como lo que no es, mientras que el oro ya ni lo vemos). Según la versión más extendida, se llama así porque su estructura imitaba la del templo Kinkakuji, el templo de oro, situado al oeste, justo en el extremo opuesto de la ciudad. Por cierto que Ginkakuji, antes de ser un templo, era usado como segunda residencia del shogún Ashikaga Yoshimasa (1449-1473). Y sí, qué curioso, todo parece desdoblarse o repetirse a uno y otro lado de Kioto, en una montaña y en otra montaña: un ideograma de grandeza al este y otro al oeste; un templo de plata al este y otro de oro al oeste. Espacios independientes que, al tiempo que se reflejan, se distorsionan. Bandera y bandera: esperpento, que lo llamaría aquél.

En fin, que en vez de usar la línea recta, decidí probar suerte por la carretera nacional que conecta serpenteante Kioto con Otsu, en la provincia de Shiga, a través de las montañas que separan ambas poblaciones.

Continuará…