Los bolígrafos son seres escurridizos. Sé que no les debería tener lástima, pero si los encerrara en un estuche, seguro que sentiría remordimientos. Además, los objetos son en general muy vengativos, así que mejor no molestarlos innecesariamente. Por eso dejo que disfruten su libertad por los fondos de carteras, maletas, mochilas y bolsas, donde nunca están solos. Cada mes, o cada dos, les introduzco algún amigo. Y eso a pesar de no escribir a mano casi nunca, cosa que también me preocupa, porque a ver si se lo van a tomar como un insulto. Me pregunto entonces cómo sería más feliz un bolígrafo. ¿Libre pero inservible retozando en las profundidades de una maleta, perdido entre libros confusos y apuntes que nunca verán la luz? ¿O bien resignándose a la manipulación, dominado por la utilidad hasta la extenuación solo por cumplir con la función para la que ha sido diseñado y para la que parece estar hecho de manera ineludible? Dicotomía de la que surge una nueva cuestión a modo de compendio: ¿Puede un bolígrafo hacerse a sí mismo y adquirir plena conciencia de ello o bien debe asumir sin rechistar un destino impuesto por la mano ajena y vivir, en consecuencia, enajenado? Lo que me lleva a seguir el curso de la interrogación: ¿Cómo afrontar la realidad siendo un bolígrafo? ¿Sacrificar el contenido en aras de la utilidad o quedarse siempre a medias tintas? La verdad es que ninguna de las dos opciones le parece atractiva a mi bolígrafo. Empiezo a notar un ligero forcejeo con el que quiere liberarse de mi mano, para luego tratar de escaparse como un pequeño calamar.