Hoy he salido a pasear, casi por obligación. Tenía que devolver un par de libros de la biblioteca; mi último día de biblioteca, porque mi carnet expira. Buena ocasión para salir a respirar.

Hacía un día espléndido, un día para llevar sandalias (de paja, de esparto, de bambú, de cuero, de tatami… dejemos por una vez las diferencias a un lado). Pero yo me he puesto unas zapatillas de deporte nuevas y estrechas que todavía me hacen llagas. Siempre es bueno salir preparado con un poco de dolor para no dejarse engañar por tanta belleza, sobre todo si florecen los cerezos.

Hoy la vida (y el polen) se notaba en el aire con intensidad. El campus, ya finalizados los exámenes anuales, se sentía alegre, prácticamente vacío. La biblioteca, al tocar día de limpieza, como cada último de mes, me la he encontrado cerrada. No creo que fuera una coincidencia que el campus estuviera contento. Los libros los he dejado fuera, en una caja de metal que parecía un buzón o una incubadora. Sí, ese es el único momento en que los libros de ciencia se rozan y se abrazan con los de letras… Un pensamiento que me ha animado a aventurarme por tierras ignotas: en el campus norte, lejos de la literatura, un lugar lleno de laboratorios, ecuaciones en vez de bicicletas, partículas que juegan al escondite y cobayas que fuman cigarrillos.

He accedido al campus por una hilera de árboles que conducen al instituto de investigaciones de ciencias matemáticas. Siguiendo la inercia he pasado de largo los edificios de física teórica y he girado a la izquierda, rodeando la facultad de agricultura, hasta llegar al umbral de las ciencias de la vida. Después me he metido por un callejón estrecho (a quién no le ha sucedido eso alguna vez en la vida, adonde llegamos también por un pasaje angosto). Allí había un par de operarios comiendo con fiambrera, bajo un par de cerezos florecidos. Dos cerezos enormes en todo su esplendor, uno de ellos tan alto como nunca había visto hasta ahora. Sería así por los fertilizantes de la facultad de agricultura o quizás por las cacas de alguna rata de laboratorio de esas que se escaparon hace un par de meses del centro de investigación de células madre IPS (al señor Yamanaka le dieron ya un Nobel, pero ahora parece que quiere cambiar el ecosistema).

La cuestión es que se notaba la vida y la vida no necesitaba personas (con un par de operarios le bastaban). El cerezo gigante, de flores blancas, disfrutaba del vacío a sus pies y yo, en su sombra, pensaba en los pobres cazadores de hanami que se apelotonaban a menos de un kilómetro de allí, en el paseo de los filósofos. Seguramente se estarían peleando ahora por un hueco minúsculo a la sombra de los cerezos, bajo una lluvia de pétalos que soportaban con el estoicismo de las mascarillas, a pesar de la alergia. Les compadezco. Pero claro, no tiene el mismo encanto un cerezo solitario junto a la facultad de matemáticas que doscientos árboles en fila protegidos por el carisma de un filósofo que nunca nadie leyó. Y yo aquí solo, junto a dos operarios, pobre de mí, disfrutando de un airecito fresco que me traía el olor a caca de caballo. ¡Cuánto tiempo sin oler mierda de caballo! ¡Cuánta vida! Ese aroma, muy agradable, lejos de los humos de la ciudad y de los alientos de investigadores trasnochados, me ha atraído hasta un extremo del campus. Resulta que habían sacado a pasear al caballo del club de hípica universitario (esperemos que no se convirtiera luego en carne de laboratorio). Al verlo, con esa agilidad, despreocupado, mi propio paseo ha cobrado sentido (no, no, no es que me haya puesto yo a cagar en una esquina…) Como por arte de magia el olor me ha estimulado las neuronas. Eso sí, lo único que he pensado han sido tonterías, pero tonterías vivas: ¿no será que el sentido del gusto, bueno o malo, es el mecanismo que hemos desarrollado por evolución natural los humanos para combatir la muerte? El buen gusto para eludir; el mal gusto para disfrazar. ¿Será la vida cuestión de desarrollar el sentido de la curiosidad? Si la curiosidad engendra pequeños universos, ordenados o caóticos, ¿no será la curiosidad también un principio universal? Sin duda la ecuación del gusto tiene sus variables en la curiosidad: en las incógnitas.

Ay, eso es lo que tiene mezclar la filosofía estética con la caca de caballo entre la facultad de matemáticas y la de agricultura. Pero yo, tan feliz, he reanudado mi camino hasta una de las salidas laterales del campus. Justo enfrente, el cementerio tapiado de un templo. Una tapia lo suficientemente alta como para tapar todas las lápidas, excepto una. Sobre el muro, como flotando en el aire, un Buda de piedra sentado en posición de loto. La vida sobrepasando los muros (cuando iluminarse no supone la muerte). Y luego una mujer que cruza. Y tras la mujer el Post Coitus, el bar donde solían terminar cristalizándose las borracheras con mi amigo Chris, cristalógrafo alemán de moléculas rotatorias que por rotación laboral ahora está lejos de Kioto. Con todo, después del post, ya nada más (sólo este post, quizás): la vuelta a la rutina y a la civilización. La calle ancha, Higashioji: circulación sin descanso (también vida, y por qué no). El restaurante de hamburguesas con la estudiante de literatura, con la que coincidí en alguna clase sobre Buson, vendiendo a la entrada cajitas de bento con hamburguesas para llevar (también ella tiene que ganarse la vida, por qué no). Finalmente, mi último objetivo: Osho, el rey de las gyoza, el restaurante pseudo-chino donde hacen las mejores empanadillas para pobres de la ciudad. Gyoza y Tenshinhan. Reminiscencias de la serie Dragon Ball, con aquellos dos extraños personajes: Chaos (escrito como gyoza, empanadilla, 餃子) y Tenshinhan (天津飯), un plato de comida china inventado por los japoneses; arroz recubierto de una salsa dulce de soja con gambas y verduritas, brillante como un ojo. Allí también la vida manifestándose: algunos camareros con ligero retraso mental a quienes se les da una oportunidad para vivir con dignidad. A mí esta vez me ha servido uno con las uñas algo deformes, quizás una enfermedad, onicomadesis. Pero incluso ahí yo sólo percibía la fuerza de la vida, la supervivencia (triste que al dueño de esta cadena de restaurantes le hubiesen pegado un tiro hace apenas unos meses por causas desconocidas).

En fin, objetivo cumplido. Devolver mis últimos libros prestados a la biblioteca de la universidad, salir a pasear durante el hanami esquivando multitudes fervorosas y regresar vivo sin alergias. Y lo más importante: con tanto ajo de empanadillas chinas en el aliento que podía vencer a todos mis demonios y a todos mis vampiros antes de encerrarme de nuevo a trabajar.