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¿Acaso seré yo un yokai de Japón? Todavía no he acumulado el suficiente rencor como para ir asustando a la gente (exceptuando la aversión que me provocan los autobuses de Kioto, por su estrechez y por la cantidad de abuelos groseros que lo usan), pero justo el día en que se anunció la muerte de Genpei Akasegawa, tuve una experiencia desagradable que terminó por llenar el pozo de la inquina. Sucedió el martes pasado. Eran las ocho de la mañana y no me sentía muy bien. Llevaba días con los dolores provocados por una piedra que me obturaba la salida de la saliva. No está claro cual sea la causa de este tipo de piedra, pero quizás se deba a alguna infección. La piedra se forma por la acumulación de calcio en las glándulas salivales. Con todo, no era ese mi único dolor. Aquella mañana también me dolía el bolsillo interior de la chaqueta, el que está cerca del corazón, donde llevo siempre la cartera, porque tenía que pasar por la oficina de correos para pagar mis impuestos. En ese estado crítico salí de casa para ir al trabajo, balanceando en una mano la bolsa de basura… porque también coincidió que aquel día, como todos los martes, tocaba recogida de basura. El autobús que me lleva al trabajo está en Kojin-guchi, así que tengo que girar siempre por la calle Konoe y seguir todo recto. Desde mi casa, para salir a Konoe, atravieso siempre un callejón estrecho. Iba a tomar el callejón cuando en la otra punta, girando desde Konoe, percibí una sombra enana. Era una niña pequeña de uniforme con una de esas mochilas cuadradas para el cole[una randoseru, del holandés ransel.]Al llevar una de esas mochilas no podía tratarse más que de una colegiala de primaria, pero era tan bajita que más me pareció que se dirigía a la guardería. Además, no era una niña nada agraciada. No tenía nada de kawaii (mona). Últimamente aquí usan la palabra kawaii para cualquier cosa. Todos los niños son monos. Hasta a mí, cercano ya a la madurez, mis alumnas me han soltado alguna vez «¡qué kawaii!» en mitad de una clase… ¿¡Qué carajo significa esa palabra!? Pero bueno, la cuestión aquí es que aquella niña no era ninguna monada. Y para colmo era un renacuajo. En cuanto giró por la esquina y me vio, detuvo su marcha. Yo todavía estaba lejos, así que entrecerró los ojos para distinguir mejor mi silueta. Al instante, fijando su mirada en mí, retrocedió unos pasos. Luego salió corriendo por donde había venido. ¡Qué rabia!

Me sucedió ya algo parecido durante mis primeros meses en Japón. Salía de mi apartamento (una habitación estrecha, tan fría que se acumulaba el hielo en el interior de la ventana) y me topé con un coche aparcado frente a la puerta. Dentro del coche había un niño. Al percatarse de mi presencia se puso nervioso, empezó a gritar y se precipitó a bloquear los seguros de las puertas. Parecía acojonado. Luego desapareció en lo más profundo de los asientos. ¡Qué rabia!

Mientras recordaba aquel episodio, doblé la esquina de Konoe. Allí estaba, todavía, la renacuaja, escondida detrás de un poste eléctrico. Sin quitarme el ojo de encima le hacía señas con la mano a otro niño, que se acercaba por detrás de ella sin ser consciente del peligro, para que se escondiera. El otro niño, un enano con la misma pinta, al verme, corrió a refugiarse con ella detrás del poste eléctrico. Yo ya había tenido bastante, así que crucé al otro lado de la calle para alejarme y dejar de paso la basura en el punto habitual de recogida. Dejé la bolsa con desidia, como si dentro llevara el cuerpo descuartizado de aquella niña pequeña. Entonces me alejé de allí lo más rápido que pude mientras la mirada de aquellos niños se me echaba encima sin darme siquiera un respiro. ¿Así se supone que debía yo pagar impuestos?

Luego subiría al autobús: los mismos asientos estrechos de siempre y los abuelos que no ceden espacio. O el estudiante que se hace el dormido para colocar la bolsa de deporte en el asiento de al lado. Las bolsas de plástico de la compra si se trata de alguna abuelita. Y en el tren más de lo mismo… Cuando el vagón se llena, el asiento que queda libre hasta el final es siempre el que está al lado de algún extranjero. Y las miradas de extrañeza de los niños: en el autobús, en la sala de espera del médico, detrás de un poste de la luz, en el interior de un coche… ¡Boo! ¡Soooy un yoookai! ¡Un yoookai extranjeeerooo! Eso es lo que me apetece soltarles. ¿A que doy miedo?

En fin, quizás no sea todo más que una paranoia mía, pero de todas formas, ¡qué rabia! O puede que no sea más que el miedo a la globalización. La economía de Japón, por supuesto, ya está globalizada. Pero la internacionalización tardará todavía unos quinientos años. Yo, como soy un yokai de larga vida, en vez de largarme, esperaré. Los Yokai suelen ser cabezotas.