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La idea original era poner un espejo real en la portada. Editar un espejo, editar un libro de azogue, ése fue siempre el sueño de estos editores cubiertos de vendas de cristal (porque de ventas, pocas). Pero el sueño, como la mayoría de espejos descuidados, se truncó en algún rincón de la memoria, allí donde el polvo teje arañas y donde los reflejos son casi imposibles, reducidos a la fobia de un destello momentáneo, fugaz, en el pasillo de una casa encantada. Los editores, soñadores de alquimia, se despidieron así, sin hacer ruido (y lo más importante, sin molestar a nadie) de una serie ambiciosa que pretendía reunir lo mejor y lo peor de lo siniestro (en definición de Eugenio Trías, condición y límite de lo bello). Que cada cual pues juzgue su propia cara en la nada que se vislumbra entre las gasas de este hombre invisible que convirtió a su vez las promesas del Prometeo en un idilio invisible para la mayoría de los ojos mundanos. Quizás nuestro fracaso se debió a un exceso de azogue (o de absenta); demasiado objeto y poco sujeto; demasiado espejo y poco narcisismo. Si hubiéramos sido más guapos, quizás podríamos estar hablando ahora de un Prometeo postmoderno. Pero nos perdieron los clásicos modernos y el afán numerológico. Algunos desaparecimos en Oriente, pretendiendo resucitar a la manera de un fénix, pero seguimos desorientados. Ni siquiera nos satisface el Sudoku.