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Mi abuelo José, a quien debo la mirada y muchas otras cosas

Se cierra un ciclo de mi vida. Cada vez estoy más convencido de que la vida está formada por ciclos ―no necesariamente concéntricos― igual que lo está la historia (o así lo han pensado al menos algunos, cada cual a su manera: Hegel, Oswald Spengler, Joseph Campbell, Lezama Lima, Michel Foucault, Eugenio Trías, Peter Sloterdijk…) Aunque quizás no se trate más que de las ganas que tengo de creérmelo: llevo demasiado tiempo sin creer en nada. (Plan número 1 para modificar ese principio de realidad: verse las 9 temporadas de Expediente X. Temporada 1 ya completada. Plan número 2: seguir creyendo en el erotismo). Son todavía muchos los misterios por resolver. Me refiero a la vida, la mía. Sin embargo, poco a poco van cerrándose algunos de los círculos abiertos que empiezan a darle sentido a lo que nunca lo tuvo (un sentido, insisto, basado en la creencia del sentido).

Siempre me pregunté por qué estoy en Japón. Son múltiples, sin lugar a dudas, los motivos, pero sólo algunos episodios, posiblemente los únicos que recuerdo, me marcaron. En cierto modo mi futuro estaba ya predestinado por mi propia escritura. Es el caso de aquel cuento que escribí con apenas cuatro o cinco años en el que los superhéroes de mis cómics americanos favoritos peleaban en un lugar llamado Japón: Los superfantastic y los superdiabolis en Japon. Pero nunca llegué a descubrir por qué razón utilicé el nombre de aquel país para mí desconocido. De dónde lo habría sacado. Dónde lo habría oído. El anime no estaba todavía, ni mucho menos, de moda. De hecho, no recuerdo nada relacionado con Japón hasta mi adolescencia. De niño yo prefería dibujar mapas de Vietnam. La guerra de Vietnam me obsesionaba. Y también las películas de guerra. Influenciado por mi abuelo militar, yo solía desfilar por el salón con una escopeta de plástico al hombro y un chapiri de legionario al ritmo de las marchas militares en vinilo. Cada día, a las ocho en punto de la mañana, me despertaba un toque de corneta. Vivía enfrente del cuartel. Y gracias a mi abuelo, teniente coronel, no me perdía los desfiles de jura de bandera ningún año. Aunque ya de mayor eso de jurar no se me dio nunca bien, quizás porque jurar también forma parte de un sistema de creencias. Y yo, como ya he dicho, hace tiempo que ya no creo en nada. O al menos eso creía hasta ahora: creía que no creía en nada. Al menos no hasta que uno de mis ciclos se cerró. Todo empezó con aquella pelota rebotando precipicio abajo.

(Continuará)